«Comparto mis reflexiones, lo que observo durante la evolución de la pandemia. Mi objetivo: meditar acerca de un tema que invade nuestras vidas».
Y para el mundo occidental la segunda ola de infecciones por el SARS-CoV-2 ha llegado. Las noticias nos dicen que los casos aumentan a niveles muy similares a los de la primera ola y las curvas vuelven a crecer a gran velocidad. La segunda onda epidémica está empezando y el invierno está por llegar; por ello, el impacto de este segundo evento aun no es fácil de visualizar claramente, aunque aparentemente, al menos hasta ahora hay menos fallecidos.
Pareciera haber razones diversas para este resultado, algunas no necesariamente relacionadas con el virus en sí mismo, como son los hechos tangibles de que: (a) contamos con un mayor número de pruebas realizadas, lo que permite constatar que hay muchas más infecciones asintomáticas u oligosintomáticas (leves), que se estima constituyen un exceso importante con relación a las sintomáticas; al aislar a tiempo los casos asintomáticos y leves se minimiza la propagación de la infección y en consecuencia se protege de forma indirecta a los más vulnerables, con la natural consecuencia de que aumenta el porcentaje de sobrevivientes de la enfermedad; (b) la población inicialmente afectada durante la primera ola fue la de mayor edad y por lo tanto de mayor riesgo, debido a las comorbilidades concomitantes presentes usualmente en esa población; en la actualidad, aunque es muy difícil generalizar, la población más joven parece ser la más afectada al ser la que aparentemente más se expone; (c) hemos aprendido mucho acerca de cómo diagnosticar y manejar esta enfermedad tan compleja y sus secuelas, a pesar de que queda mucho por aprender.
Sin embargo, una pregunta obligatoria y que surge de nuestros labios es ¿Cambió la fortaleza del SARS-CoV-2? ¿Se ha debilitado el coronavirus? ¿Se ha potenciado? Los investigadores en el área de la genética del coronavirus insisten en que no hay evidencias suficientes para afirmar que el SARS-CoV-2 “haya perdido o ganado fuerza”. Luego de casi diez meses de pandemia pareciera ser prácticamente el mismo virus. No ha cambiado lo suficiente como para haber modificado su comportamiento infectivo. De hecho, se considera que no es ni menos ni más agresivo, y que las cargas virales se han mantenido dentro de los mismos rangos. Incluso, las publicaciones científicas sugieren cambios en el material genético del virus, pero insisten en que a veces se interpretan erróneamente los datos al pensar que lo que ocurre en el laboratorio es reflejo fiel de lo que ocurre en la naturaleza.
Sin embargo, es interesante plantearse y -al menos a nivel teórico- entender cómo los virus pueden usar herramientas moleculares para mantenerse (capacidad de adaptación) en los hospederos que ellos invaden. Comencemos por las zoonosis.
El 6 de julio de 1885 un niño recibió por primera vez en el mundo una vacuna contra una enfermedad transmitida de los animales a los humanos, i.e., la rabia. La rabia es una zoonosis, igual que la COVID-19. Casi 150 años han transcurrido desde ese evento que revolucionó la medicina. En este 2020 la conmemoración de ese día ha sido fundamental en medio de la pandemia que sufrimos con la infección por el SARS-CoV-2 y las consecuencias de la enfermedad para el funcionamiento de las sociedades.
La frecuencia de aparición de estas dolencias -denominadas zoonóticas- se ha acelerado constantemente. Por ejemplo, sólo hablando de Ebola y coronavirus (SARS, MERS y ahora COVID-19) hemos tenido unas 17 epidemias desde 1970 hasta los momentos. No todas las enfermedades zoonóticas son pandémicas, pero en general las pandemias son causadas por zoonosis, una característica de la era actual denominada Antropoceno.
Las causas de esta conducta de las zoonosis son múltiples y se escapan del objetivo de la presente contribución. Los invito a revisar el documento de The Lancet en el cual se discuten brevemente esas causas.
Lo que parece estar claro es que la interfase entre la vida animal y humana y sus ambientes, se ha venido distorsionando. La consecuencia es un incremento de la frecuencia de transmisión -usual- entre especies (animal a humanos) de patógenos, debido al daño ambiental y el aumento acelerado de la población mundial.
De hecho, la pandemia de COVID-19 parece ser una enérgica alarma que la naturaleza nos hace a los humanos en cuanto a que la explotación constante y sin límites de la naturaleza afecta la salud global en sí misma, pero además lesiona todo el tejido social y económico mundial, amén del entorno ecológico en el cual vivimos. Su mensaje, claro y contundente, reclama la urgente necesidad de entender que esta quizás es no la última sino la más reciente -y quizás no la peor- pandemia del siglo XXI.
Pareciera, además, querernos alertar, que evitar la [potencial] extinción del ser humano está en nuestras manos. ¿Por qué? se preguntarán algunos; por qué a pesar de ser el SARS-CoV-2 un minúsculo microbio, que no sabemos si está vivo o está muerto, que no puede reproducirse por sí mismo, pero al entrar en nuestras células secuestra su maquinaria y se replica, tiene una potencia y una fortaleza abrumadoras. Al invadir las células humanas dispara una multiplicidad de procesos patológicos y produce efectos deletéreos como consecuencia de ello, tanto en las células invadidas como a nivel sistémico, en diversas partes del organismo.
Hoy en día estamos bastante bien preparados para identificar a nivel mundial las infecciones novedosas que pudiesen tener carácter de epidemias (e.g. Nextstrain. Real-time tracking of pathogen evolution) pero no contamos con herramientas eficientes y suficientes para diseñar estrategias de salud pública efectivas para contener esas infecciones a nivel mundial, e incluso manejar los conflictos de interés que se suscitan, y sus consecuencias sociales y económicas.
Pero… ¿cómo un patógeno salta de especie e infecta a un hospedero diferente? Esta es una pregunta crítica debido a las funestas consecuencias que estos eventos pueden traer para millones de personas potencialmente infectadas. De hecho, la pandemia de 1918 (H1N1) se originó en aves. Posteriormente hemos tenido epidemias de HIV, SARS, MERS, Ebola, Hendra y Nipah, sólo en un siglo, sin contar la actual pandemia de COVID-19.
Un salto exitoso entre especies necesita de varios pasos: (a) el patógeno y el nuevo hospedero deben entrar en contacto; (b) el patógeno necesita interactuar de forma exitosa con las puertas de entrada a las células del nuevo hospedero; esto significa poder interactuar con los receptores celulares para, una vez dentro de la célula, secuestrar los sistemas de replicación y/o tener la capacidad de escapar de los sistemas de defensa del hospedero; (c) el patógeno debe lograr suficiente transmisión hacia el nuevo hospedero para que el patógeno persista y se distribuya en la nueva especie.
Cada uno de estos pasos constituye un reto fenomenal que en muchas oportunidades el patógeno no puede superar. La interacción patógeno-hospedador es una interacción inicialmente ecológica que luego puede transformarse en co-evolutiva (el patógeno tratando de replicarse y dispersarse y el hospedador tratando de defenderse). Al final, la estrategia que persiste es la menos costosa tanto para el hospedador como para el patógeno en términos evolutivos. Además, el patógeno, debe “mantener confianza” en el sistema de replicación del hospedero -para replicarse- y, simultáneamente, “desconfiar del mismo” para poder evadir de forma eficiente, al sistema inmune. Esta situación de “stress” se hace máxima para el patógeno si el hospedero es novedoso y si el salto es a una especie no cercana a la especie donante. Esto explica por qué en el caso de los humanos, la mayoría de los hospederos donantes son mamíferos no humanos (por ejemplo, primates).
Pero los retos para el patógeno no terminan allí ya que los comportamientos sociales de los nuevos hospederos pueden afectar la transmisión y persistencia del patógeno. Así, los patógenos acumulan mutaciones críticas que les permitan optimizar la probabilidad de éxito durante el salto de especie. Estas mutaciones preexistentes -muchas veces desconocidas- y novedosas -de rápida evolución- le permiten al patógeno saltar al nuevo hospedero exitosamente.
En cualquier caso, una vez ocurrido el salto y establecido en el nuevo hospedero, el patógeno sufrirá cambios evolutivos que afinarán su desenvolvimiento y adaptación al nuevo ambiente. Generalmente estos cambios están asociados a la optimización del proceso de infección o aumento de la transmisión. Incluirán mutaciones que incrementen por ejemplo su capacidad de unión a células y tejidos, o cómo “manipular” y evadir el sistema inmune, o lograr una transmisión más efectiva, así como su capacidad de persistir en el ambiente externo -fuera de las células-. Durante este proceso una sofisticación evolutiva es crucial: ser simultáneamente infectivo y menos letal.
La virulencia se define de forma estricta como la tasa de mortalidad inducida por la enfermedad, y las infecciones más virulentas causan más daño que las menos virulentas. Sin embargo, la virulencia es el resultado de la interacción entre el patógeno y el hospedero por lo cual, el nivel de virulencia de una infección difiere dependiendo de la virulencia de las variantes circulantes del patógeno y de la susceptibilidad al patógeno de las especies hospederas, de la diversidad de las poblaciones e incluso de cada individuo afectado. Es decir, que las diferentes variantes de un patógeno pueden causar diversos grados de daño, y la respuesta inmune (moldeada por múltiples factores del hospedero) puede también modular el nivel de virulencia de la infección. En la literatura científica hay múltiples ejemplos que ilustran esta aseveración.
La virulencia de una nueva infección luego de un cambio de hospedero es por lo tanto muy difícil de predecir. Incluso se cuestiona si la virulencia de novo en un nuevo hospedero será siempre, inicialmente, mayor. Esta discusión surge puesto que usualmente los ejemplos con mayor virulencia son los que se estudian y salen a la luz pública, debido al daño potencial y real que pueden causar sobre la población mundial. Una infección “nueva” que no cause daño, pasa desapercibida. Sin embargo, estudiar las infecciones de novo -que causan menos daño-, es útil para comprender la evolución y la capacidad de adaptación de estos virus con respecto a los que causan infecciones más virulentas.
Los síntomas y las muertes producidos por una infección no son consecuencia de que el patógeno “quiera dañar a su hospedero”. Al contrario, el daño ocurre debido a dos procesos no-antagónicos. En primer lugar, los patógenos “explotan” (utilizan) a sus hospederos para persistir y replicarse, de forma similar a como nosotros “degradamos” (utilizamos) el ambiente para subsistir y reproducirnos. En segundo término, los síntomas de la enfermedad son -a veces- una respuesta necesaria para los patógenos para poder transmitirse; por ejemplo, los estornudos o la tos permiten la transmisión de los virus de la gripe y de la influenza a otro hospedero. Sin embargo, el daño causado al hospedero simboliza un costo para el patógeno que debe balancear las ventajas de “explotar al hospedero” para su replicación y/o transmisión, y el costo de matarlo demasiado rápido y así reducir la probabilidad de transmisión a otro hospedero.
En este crudo escenario, las variantes del patógeno con mayor virulencia podrían tener una ventaja selectiva. Así, no debería importar cuán rápido el patógeno, mata al hospedero en un escenario con un amplio número de hospederos susceptibles, con muchas oportunidades para la transmisión, aún si la infección es corta. Pero, si la prevalencia de infección es alta, la probabilidad de la emergencia de variantes del patógeno aumenta, al igual que la competencia entre las variantes durante la coinfección. La selección natural favorecerá a la variante capaz de competir con otras matando al hospedero antes de que estas últimas puedan transmitirse y, por lo tanto, transferirse más rápidamente; en estas condiciones la virulencia se esperaría que aumentara. Por lo tanto, aunque la virulencia de un patógeno que salta de especie dependerá de su estado inicial de virulencia, el costo de tener una alta virulencia y las barreras de transmisión a las que tenga que enfrentarse serán también determinantes.
Eliminar al patógeno (por medidas terapéuticas y de salud pública) debería implicar una presión selectiva, promoviendo aumento de virulencia debido a que la eliminación disminuye la duración de la infección, y por lo tanto, inclina la balanza hacia favorecer una transmisión más rápida antes de que el patógeno sea eliminado. Esto a su vez beneficia el aumento de la frecuencia de emergencia de hospederos naturalmente resistentes a la infección, que favorezcan la sobrevivencia del hospedero. Casos como estos ocurren bajo la presión continua de antibióticos que auspician la supervivencia de variantes virulentas por encima de las avirulentas, aumentando así la infectividad y la transmisibilidad de las cepas. Una virulencia aumentada podría no acarrear problemas para hospederos que puedan contrarrestarla a través de una inmunidad fortalecida o una (fármaco)terapia adecuada. Pero las capacidades de defenderse de las poblaciones difieren, y es allí cuando se complica la situación frente a patógenos muy virulentos. Este escenario podría ser catastrófico para hospederos menos resistentes.
Un patógeno emergente puede encontrar barreras a la transmisión si hay menos individuos que infectar. Esto puede ocurrir cuando los individuos susceptibles son escasos, ya sea porque la mayoría ha fallecido por la infección -dejando los resistentes naturales vivos-, y/o porque aquellos que han sobrevivido y se han recuperado han adquirido la inmunidad que previene la reinfección. Desde el punto de vista de salud pública, las barreras de transmisión también surgen a través de comportamientos que minimizan la infección o contagio como, por ejemplo, evitar encontrarse con individuos enfermos. En estas condiciones de oportunidad de transmisión reducida, el balance debería inclinarse hacia una menor virulencia a fin de aumentar las probabilidades de transmisión en un escenario de escasas oportunidades. En términos de óptimo de virulencia, esto significa que los patógenos más exitosos desde el punto de vista evolutivo deben hacer menos daño y por lo tanto alargar al máximo el tiempo de transmisión. En este contexto, las estrategias de salud pública de distanciamiento físico ejercen una fuerte presión de selección para favorecer variantes de menor virulencia que sobrevivan más tiempo dentro de los hospederos. Igualmente, las vacunas que previenen la infección o bloquean la transmisión suelen seleccionar para virus de menor virulencia.
Durante su replicación los patógenos pueden sufrir mutaciones debido a disparidades que se introducen durante el evento de replicación. Muchas mutaciones afectan de forma adversa a los patógenos; por ello, las mismas son rápidamente eliminadas por selección natural. Otras son silentes y no producen cambios funcionales apreciables. Otras más representan un cambio adaptativo importante que permiten al patógeno aumentar, por ejemplo, su velocidad de transmisión. En general, los patógenos que al replicarse tienen una alta tasa de mutación posen un genoma pequeño -en el cual las mutaciones tendrán un efecto funcional importante- y constituyen una población grande, -con mayor potencial adaptativo-. Los virus de RNA tienen ambas características. Las bacterias tienen una menor capacidad de adaptación a nuevos hospederos debido a que su genoma es más grande y sus poblaciones son menores.
Ahora, llevemos esto al contexto del SARS-CoV-2 y COVID-19. Para ello, haga click en este enlace:
COVID-19, tantas preguntas, tan pocas respuestas… ¿Capacidad de adaptación? (II)
Alicia Ponte-Sucre
Sobre la autora:
Alicia Ponte-Sucre es profesora titular e investigadora, coordinadora del Laboratorio de Fisiología Molecular de la Cátedra de Fisiología del Instituto de Medicina Experimental (IME), perteneciente a la Escuela de Medicina Luis Razetti de la Facultad de Medicina de la Universidad Central de Venezuela (UCV), e investigadora visitante en la Universidad de Würzburg, Alemania (en alemán, Julius-Maximilians–Universität Würzburg). Es Miembro Correspondiente de la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales (ACFIMAN). Ex-presidenta de la Junta Directiva y Ex-coordinadora del Consejo Consultivo de la Asociación Cultural Humboldt. Miembro fundador y vicepresidenta de la Junta Directiva de la Fundación Universitaria Fundadiagnóstica y está incluida en: The World Who´s Who of Women, 1996, 1999; International Directory of Distinguished Leadership, 1997; Woman of the Year 1997, 2000, 2008; Outstanding People of the 20th Century, 1998; International Who’s Who of Professional and Business Women, 2001, 2003; Top 100 Educators, 2008, Who’s Who in Science and Engineering, 2011.