El 95% de las personas tenemos genes perfectamente normales y hasta ahora sólo se ha podido determinar que un 2% de las enfermedades son causadas por genes defectuosos. A pesar de ello, el paradigma actual, basado en el determinismo genético postulado por Charles Darwin, nos asegura que la información contenida en la molécula de ácido dexosirribonucleico – conocido por sus siglas ADN – es la responsable del cáncer, la diabetes, la ansiedad, la agresión, la obesidad, el optimismo y hasta de la felicidad.
Sin embargo, veamos la historia de Pedro, un empresario de apenas 40 años, quien trabaja en una gran transnacional, viajando constantemente alrededor del mundo, con altos niveles de responsabilidad y por supuesto de estrés. Un día se siente mal, acude al médico y le diagnostican un cáncer de cerebro con metástasis en pulmón. En los Estados Unidos no le dieron ninguna expectativa de vida. O prestemos atención a los relatos de María, Aurora, Rosi y Rebeca, mujeres maravillas, profesionales exitosas, tanto intelectual como económicamente, con pobres relaciones maritales o divorciadas, algunas cuidando a sus padres ancianos y criando a sus hijos con altos niveles de exigencia y excelencia. Todas ellas con cáncer de mama.
Cuando prestamos atención a esas historias intuimos que hay algo más allá de la genética y que las formas de vida de estas personas tienen mucho que ver con la aparición de sus enfermedades. La respuesta la encontramos en la epigenética: el control por encima de la genética, que actualmente está haciendo tambalear el concepto de determinismo genético, según el cual, los genes determinan el fenotipo físico o conductual de un individuo, lo que por lo tanto elimina la idea de la responsabilidad con la salud, pues nos hace víctimas de nuestros genes.
Cuando se concluyó el proyecto del genoma humano, los científicos se dieron cuenta que no teníamos suficientes genes que justificaran el determinismo biológico, pues apenas contamos con 30.000 genes en nuestro material genético para producir las 200.000 proteínas que conforman nuestro cuerpo, teniendo casi el mismo número de genes que los ratones y los chimpancés. Está claro entonces, que la grandiosa diversidad de la especie humana no tiene vínculo estrecho con el número de genes.
En años recientes, la epigenética ha demostrado que el genoma es más fluido, y responde al ambiente y como señala el Dr. Frederick Nijhout magistralmente: “cuando se necesita el producto de un gen, una señal del ambiente, y no una propiedad emergente del mismo gen, es lo que activa la expresión de ese gen”.
Las enfermedades malignas, en un significativo número de pacientes, son derivadas de alteraciones inducidas epigenéticamente, y no debidas a genes defectuosos. Las influencias ambientales, incluyendo la nutrición, el estrés y las emociones pueden modificar la expresión de los genes, sin alterar su huella básica.
Cambiar nuestra visión sobre este aspecto de la biología nos libera de las limitaciones del determinismo genético, ya que en vez de ser autómatas genéticamente programados, nuestro comportamiento biológico está dinámicamente ligado al ambiente. Por cierto, hace ya dos años que a Pedro le dieron su plazo de “no vida” y hoy está totalmente curado, igual que las mujeres maravillas. Ellos insisten en señalar que el cáncer fue una oportunidad única, que supieron aprovechar para vivir la vida con mayor calidad y más felicidad.
Marianela Castés
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