El 11 de marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) decretó la pandemia de COVID-19, después de haber informado en varias oportunidades y en forma alarmante que el virus detectado inicialmente en Wuhan, China, en diciembre de 2019 es el causante de las denominadas “neumonías de causa desconocida”. Los incrementos exponenciales a lo largo y ancho del planeta durante esos tres meses (enero-marzo 2020) caracterizaron el comienzo de la pandemia de COVID-19.
La incertidumbre ocupa los espacios de nuestros pensamientos. Reina la zozobra; hay que tomar decisiones que, junto a sus inevitables consecuencias, generan temor a equivocarnos en la estrategia.
Estamos perplejos, la experiencia -plena de inseguridad- impide una respuesta rápida y fluida frente a la llegada del SARS-CoV-2. Un virus, una “cosa”, ¿está vivo? ¿está muerto? No puede reproducirse solo; entra en nuestras células, secuestra su maquinaria y se replica, trastocando nuestro mundo, ese que desde hace 100 años dábamos por sentado desde que la humanidad superó la gripe española.
Esta mezcla de sensaciones se repetía en cada vida, en cada historia de supervivencia. Hoy, en abril de 2023, volvemos la mirada y observamos nuestra incertidumbre de entonces, los aciertos alcanzados, los errores cometidos. Hemos sobrevivido y luchamos por superar este enorme reto. A tres años del evento entendemos que hemos aprendido mucho sobre el SARS-CoV-2, vacunas, fármacos, conducta social en circunstancias complejas, pureza del aire, tantas cosas. Siempre con la pregunta de cuál(es) es(son) la(s) estrategia(s) adecuada(s) para combatir y prevenir la pandemia, sin sacrificar la economía mundial y preservando la vida de la mayor cantidad de personas. Hemos comprendido que las amenazas del coronavirus son contundentes y llegaron para quedarse. Una de las mayores urgencias ha sido retomar nuestra vida diaria, volver a nuestra cotidianidad, la de antes de la pandemia.
Actualmente la matriz de opinión mundial esgrime que… la epidemia está “bajo control”, ha llegado a su fin. Se dice que el número de casos, de enfermos graves y de fallecidos ha disminuido, que la economía se ha retomado de forma medianamente adecuada. Los académicos estamos convencidos de que estas premisas no necesariamente son ciertas.
Al revisar la información disponible detectamos elementos contundentes que nos muestran la realidad de forma descarnada: la variabilidad del virus, los procesos inmunes y el comportamiento humano imponen un dinamismo a la pandemia que puede cambiarla en segundos. Por ejemplo, la velocidad de cambio genético del virus, intrínsecamente relacionada con su capacidad de mutar no ha sido lineal durante estos años. Su variabilidad ha asumido una velocidad “in crescendo”, exponencial. Los cambios mutagénicos evidenciados en el virus han sido cada vez más rápidos. Un ejemplo, desde noviembre de 2021, ómicron ha acumulado mutaciones; así la variante inicial BA.1 ha derivado hacia varios de sus linajes (BA.2, BA.2.12.1, BA.5, BQ.1.1) durante más de 12 meses. Estos cambios genéticos en el virus impactan contundentemente su relación con el hospedero y suelen traducirse en mayor dificultad del sistema inmune del humano para reconocerlo como “extraño”, frente al cual hay que “defenderse”; además, disminuye la eficiencia de la respuesta inmune lograda por una infección previa o por las vacunas. Por ello hay personas que pueden resultar infectadas con diferentes variantes como ocurrió a comienzos de 2022 con delta y ómicron.
La probabilidad de mutar del virus aumenta en momentos de alta transmisión de la enfermedad, como ha ocurrido en 2022 (unos 83 millones de infectados acumulados en 2020 vs. 370 millones de casos en 2022). Además, los cambios genéticos, en el caso del SARS-CoV-2, han sucedido en áreas que codifican para funciones como reconocimiento del virus, letalidad, o su capacidad de propiciar la formación de coágulos, afectar el funcionamiento del sistema nervioso, y otros. La supervivencia del más fuerte (Ley de Darwin) y el azar promueven los cambios; los que son al azar son difíciles de predecir y pueden resultar ventajosos o desventajosos. Existe la falsa idea de que hay menos casos de COVID que antes, los datos dicen lo contrario. Más aun, existe una correlación directa entre variabilidad genética y número de casos; luego disminuir la variabilidad del virus implica controlar la transmisión.
Por su parte, el sistema inmunitario de la población, construido progresivamente a lo largo de estos 3 años (híbrido por estar influido por las infecciones, las vacunas, los refuerzos y sus combinaciones) se ha hecho robusto y capaz de enfrentar a este torbellino causado por el SARS-CoV-2, ayudado por los mecanismos inmunes generados por las vacunas, fundamentadas en la variante originaria. La capacidad del virus de cambiar parece ser mucho más rápida que la nuestra de producir vacunas “Prêt-à-porter” a ellas. Si las variantes recientes acumulan diferencias respecto al coronavirus original, que amortiguan el funcionamiento óptimo de nuestro sistema inmune, y de las vacunas actuales, corremos el riesgo de regresar a lo vivido a comienzos de 2020, con las implicaciones que eso representa. Si la inmunidad generada por la infección o por la vacuna fuera definitiva y nos infectáramos una sola vez, muy probablemente ya habría culminado la epidemia o al menos estaría en fase final; pero la cantidad de anticuerpos protectores disminuye progresivamente posterior a los 6 meses de haberse vacunado o infectado. Al no existir entonces una inmunidad definitiva, es inalcanzable la inmunidad de rebaño, considerada inicialmente como el puente de salida de la epidemia. Aunado a esto persisten grupos poblacionales susceptibles a la enfermedad ya sea por falta de vacunación o de infección, que constituyen terreno fértil para mantener la replicación viral.
Finalmente, se reitera que “estamos llegando a una endemia”. Teóricamente es posible pero improbable debido al costo que implica para los sistemas de salud mantener los casos en los mínimos alcanzados durante los valles de las oscilaciones de la pandemia. La conclusión es que el fin de la pandemia parece estar lejos y su control definitivo es aún más difícil de vislumbrar. La protección ofrecida por las vacunas -desde 2021- ha constituido un punto de inflexión en la tasa de mortalidad. Y a la pregunta de si debo seguirme vacunando, la respuesta, es sí, especialmente si Ud. tiene a su disposición alguna que incorpore a la variante ómicron; más aún, como se ha dicho en MiradorSalud y a la luz de la relevancia del declive de la inmunidad inducida por las vacunas de ARNm en el tiempo, de la mayor magnitud de la inmunidad heteróloga o híbrida, del incremento de la inmunidad con la tercera dosis de refuerzo y de la conveniencia de prolongar el intervalo de inmunización entre la primera y segunda dosis en el esquema principal de vacunación anti-COVID-19, se debe continuar con la inmunización acorde a los hechos señalados.
Dadas las vicisitudes venezolanas, si Ud. no tiene posibilidad de vacunarse fuera del país, la recomendación, por el momento, sería llevar a cuatro sus dosis de vacunas con las disponibles y esperar datos de otros países que avalen el uso de nuevos esquemas complementarios de las vacunas ya utilizadas. Esto a pesar de que subsisten dudas que sólo el tiempo y el esfuerzo mancomunado de investigadores y sociedad podrá despejar con estudios que orienten hacia cual es la mejor opción. Lamentablemente, y a pesar de la importancia de los refuerzos como herramienta útil para salir del nudo gordiano en el que nos encontramos, cada vez menos personas asisten a vacunarse con las consecuencias que esto acarrea de cada vez menor uso masivo de nuevos esquemas.
Y llegamos a un tema ineludible, al observar a la sociedad y a quienes están comprometidos con las políticas públicas nos percatamos de que estamos cada vez más lejos de implementar cambios para controlar la transmisión, fundamental para mantener a raya al SARS-CoV-2 y pasar a una situación de mínima epidemia. Tres elementos ilustran esto: el uso de la mascarilla, el control de las reuniones masivas, y uno del cual aún se habla muy poco, la mejora de la calidad del aire en espacios cerrados. Sumemos a esto la urgencia de vacunación masiva y la escasez de medicamentos patentados, por ejemplo, contra el flagelo que representa el COVID prolongado y tendremos una visión holística de lo complejo del tema que nos ocupa.
Bajo el argumento de que “la epidemia está “bajo control” o ha llegado a su fin”, algunos países (muchos) han flexibilizado las normativas de conducta social que buscan disminuir la transmisión del virus, incluyendo la obligatoriedad del uso de la mascarilla. Los fundamentos para establecer estas medidas no necesariamente provienen de datos científicos ni están basados en argumentos epidemiológicos. La duración de las mismas, tampoco.
Por ejemplo, en un escenario de final de pandemia, parecería difícil convocar a la población a nuevos esquemas de vacunación y alcanzar tasas de 85% o más (necesarias para que esta herramienta se convierta en estrategia de control de transmisión), a pesar de que, repetimos, la vacunación ha sido el punto de inflexión que ha permitido evidenciar cambios en la mortalidad desde el 2021 y salvar hasta 20 millones de personas.
Los países más exitosos en el control de la epidemia han sido los del sub continente asiático y la zona Australia-Asia: Nueva Zelanda, Australia, Singapur, Hong Kong. Los países exitosos tuvieron desde el comienzo una política gubernamental de “cero-tolerancia” a la transmisión: gran número de pruebas diagnósticas y acceso irrestricto a ellas, vigilancia epidemiológica muy cercana, uso de tecnología para seguimiento de casos y uso extendido de medidas de protección (mascarillas); posteriormente, al aparecer, una vacunación de la población de alta proporción, y seguidamente, medidas para mejorar la calidad del aire en espacios cerrados. Otro elemento significativo ha sido que en la zona oriental del mundo la historia de epidemias respiratorias ha sido importante para propiciar una cultura de prevención contra pandemias respiratorias y uso ordenado de medidas. Un argumento final que no podemos soslayar es el cultural. Un ejemplo de ello nos remonta a los japoneses que llevan años usando mascarillas contra la contaminación del aire. Esto es algo que sería muy complejo de implementar en países tropicales, como Venezuela.
Por su parte, el mundo occidental se planteó una falsa dicotomía entre el control de la epidemia y mantener la economía andando. A tres años de la pandemia, los resultados desde la perspectiva inflacionaria, el impacto sobre el producto interno bruto y la masa laboral, controlar la transmisión ha afectado menos lesivamente a los países más previsivos. De hecho, los países con retiro temprano de medidas de control de transmisión hoy tienen mayor inflación y más inestabilidad económica.
Pero hay un tema poco discutido que quiero enfatizar, la calidad del aire que respiramos. A principios de 2020, al declarar el estado de pandemia, los funcionarios de salud no prestaron mucha atención a los riesgos del aire en los espacios interiores. Inicialmente, la OMS descartó el papel de la transmisión aérea y se centró -incorrectamente- en la transmisión a través de superficies contaminadas. Posteriormente las autoridades de salud pública comenzaron a recomendar vagamente, una mejor ventilación para prevenir infecciones: “abrir las ventanas para que circulara una mayor cantidad de aire exterior”, sin cifras específicas. En junio de 2020, Joseph Allen, de la Escuela Chan de Salud Pública en Boston, Massachusetts comenzó a hablar acerca de este álgido tema. La recomendación para las escuelas era “que deberían circular el aire en las aulas con 4-6 cambios por hora” para reemplazar el volumen de aire de la habitación (10 a 14 litros por segundo por persona). Las escuelas lograban mucho menos. Las directrices de la OMS en marzo de 2021: tasa de ventilación de 10 litros/seg/persona fuera de los entornos de atención médica.
La pandemia era una oportunidad de oro para evaluar la correlación entre tasas de ventilación y brotes virales; los funcionarios de salud rara vez consideraron la ventilación al investigar brotes importantes de COVID-19. La transmisión aérea no estaba en el radar ni de las personas, ni de los gobiernos. Pero los investigadores siguieron en su cruzada: Datos recolectados en la región de Marche mostraron que el riesgo de infección se redujo en un 74% en aulas con ventilación mecánica; en otro estudio la exposición a aerosoles se redujo en un 64% en una sala de conferencias en EE.UU. equipada con purificadores de aire con filtros de absorción de partículas de alta eficiencia (HEPA); finalmente en la Universidad Católica de Lovaina describieron que la ventilación, combinada con la purificación del aire redujo las concentraciones de aerosol exhalado a 5-10%. Todo esto sugiere que los filtros de aire son una tecnología subestimada a ser implementada en edificios sin ventilación mecánica.
En noviembre 2022, la Comisión Lancet COVID-19 enfocada al área de “Trabajo Seguro, Escuela Segura y Viajes Seguros” publicó pautas concretas relativas a las tasas de suministro de aire limpio: uso de ventilación, filtración de aire u otros medios, para reducir las infecciones transmitidas por el aire. Más de 6 cambios de aire por h (14 litros por segundo/persona) aseguran la calidad del aire. Casi ningún país cuenta con legislaciones al respecto, pero las organizaciones profesionales vinculadas al tema están comenzando a actuar. Una de ellas, (ASHRAE). El objetivo, que se adopten metas idóneas en los códigos de construcción de edificios nuevos. El mayor escollo, los gastos en energía necesarios para lograr las metas. Estos pueden entorpecer estos objetivos en zonas cálidas de los Estados Unidos y es posible que no se consideren en países de desarrollo energético precario, como muchos de América Latina, incluyendo a Venezuela. ASHRAE busca imponer estándares estrictos en la construcción de edificios, y movilizar a quienes regentan edificios más antiguos sobre el estándar de oro para la calidad del aire interior.
Pero pasemos a otros temas. Hablemos un poquito de patología y principalmente de farmacología, hilo común que atraviesa la mayoría de los artículos reseñados en este volumen, en el cual narramos cómo ha evolucionado el estatus terapéutico en contra de la COVID-19 y las vicisitudes que involucra no solo el desarrollo de los fármacos sino su distribución equitativa, y la importancia del rol (con sus aciertos y desaciertos) que la ciencia ha tenido en este desarrollo de los fármacos.
Las personas infectadas con COVID tienen mayor riesgo de sufrir otras enfermedades distintas a COVID, algunas de ellas infecciosas. Por ejemplo, enfermedades por hongos, hepatitis severa en niños, infecciones por estreptococos, infecciones respiratorias en niños por virus sincitial respiratorio; y otras no infecciosas, como aumento de riesgo de diabetes, enfermedad tromboembólica, enfermedad cardíaca, enfermedad pulmonar crónica, enfermedad neurológica, entre otras. Este post- COVID se cataloga como complicaciones del mediano plazo (de 6 meses a 1 año). Desconocemos si podría existir un impacto a largo plazo (5 a 10 años). Adicionalmente tenemos lo que se ha denominado COVID prolongado (Long-COVID). Aproximadamente un 30% de las personas infectadas, inicialmente asintomáticas, reportan a los 6 meses algún síntoma que afecta la calidad de vida y es atribuible a COVID prolongado, hecho que constituye una razón de peso para no infectarnos.
En la página del CDC (Centros para el Control y Prevención de Enfermedades , de los Estados Unidos) se encuentre un resumen de las pautas terapéuticas a seguir en la actualidad. Sin embargo, hay un tema terapéutico que se ha abordado escasamente, el relativo al COVID prolongado. Hasta ahora, la única forma de prevenirlo ha sido no contraer COVID, especialmente debido a lo complejo del síndrome y la cantidad de órganos potencialmente involucrados. Ese parece que sigue siendo el caso. Sólo muy recientemente ha surgido algo de esperanza a partir de un ensayo aleatorizado y controlado con placebo, en el cual la metformina ha arrojado resultados prometedores, al constituirse en el primer fármaco que ha demostrado que ayuda a prevenir COVID prolongado. Más de mil personas con COVID leve a moderado fueron asignadas aleatoriamente a 2 semanas de metformina con un protocolo específico o placebo. Los resultados sugieren una reducción de un 42 % de casos con COVID prolongado. Los participantes en el ensayo fueron representativos de individuos con mayor riesgo de manifestar este síndrome: pacientes ambulatorios de alrededor de 45 años, 56% mujeres. Los resultados sugieren que se necesita un ensayo más grande para establecer efectos diferenciales entre los diferentes grupos, pero los hallazgos refuerzan el concepto de que el mayor riesgo para contraer COVID prolongado es no estar vacunado. Aunque se desconoce el mecanismo de acción ejercido por la metformina, posiblemente está relacionado con su impacto en la reducción de los niveles de estrés oxidativo e inflamación, o la supresión de la replicación viral, como se ha demostró en los modelos de laboratorio e in vivo.
Finalmente, nos referiremos a las poblaciones vulnerables, aquellas que por tener otras enfermedades que los ponen en riesgo, por usar medicamentos que alteran su capacidad inmune o porque al estar en extremos de la vida, en los mayores inmuno-senectud y en los menores inmuno-inmadurez, su capacidad inmune constituye un mayor riesgo de sufrir enfermedad severa.
Adicionalmente tenemos aquellas que viven en contextos con disparidades de salud e inequidades sociales que deben ser atendidas con prontitud para salir de este reto que nos envuelve, en este siglo XXI tan controversial y contradictorio. Esto indica que debemos atender la situación como algo más global que aquella referida estrictamente a esta pandemia porque solo si las inequidades estructurales de la sociedad disminuyen, las comunidades serán capaces de protegerse de epidemias futuras y la salud de la población logrará las mejoras deseables.
En este contexto siempre traigo a colación a los niños que adicional a lo mencionado, están afectados en su capacidad de socializar por la situación mundial que se vive, y las medidas implementadas de mitigación que ciertamente podrían causar más daño que beneficio.
En 2020 el Comité de Derechos de los Niños de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) declaró en grave riesgo los derechos de los infantes y dijo: “lo que es bueno para los niños es bueno para los países, y las inversiones realizadas en la salud de los niños benefician a las sociedades y los países a mediano y largo plazo”. Un mundo centrado en los niños debería ser más sano, más limpio y más proclive hacia individuos y sociedades, y no hacia lo económico y las ganancias principalmente. Es nuestro deber colocar a los niños en el centro de nuestra atención en esta situación de pandemia.
Por otra parte, los líderes, los expertos, los viejos, los ciudadanos comunes, todos, debemos trabajar para lograr que los pobladores de nuestra tierra tengamos una vida mejor, ahora y de cara al futuro, lograr un mundo sustentable para los niños, y asegurar a las familias, las comunidades, y los países, la dignidad, los recursos y el tiempo para crecer con sus hijos en un planeta sano. Baum y Friel plantearon recientemente la necesidad de una vacuna social y una biológica para resolver el reto de la COVID-19. Ellos escribieron, “Una vacuna social global permitirá una nueva forma de vida saludable, justa, de convivencia y sustentable, y frenará a las sociedades futuras de volver a un mundo que crece en las condiciones planteadas.
Menciono de nuevo, desde nuestro rincón como investigadores y académicos, una reflexión que sigue vigente a 3 años de comenzada la pandemia. Estamos convencidos de la necesidad de ahondar en este desafío y traducir incertidumbre en acción, crear conocimiento y convencer a economistas, políticos y gobiernos de transformar el conocimiento en herramientas esenciales de prevención y/o control, en este caso contra la COVID-19; esto redundará en la consolidación de una población sana y productiva, preparada para afrontar el próximo reto. Nunca antes en la historia de la ciencia la traslación del conocimiento básico a una herramienta tecnológica a ser usada por la sociedad había sido tan veloz. Este hito es un ejemplo del compromiso que tenemos para transformar la incertidumbre en una acción proactiva en respuesta a la necesidad de volver a nuestra cotidianidad y preservar el mundo lo más sano posible.
Alicia Ponte-Sucre
Agradecimiento: a Marisol Tapia por la lectura crítica de este artículo y sus muy acertados comentarios.
Sobre la autora:
Alicia Ponte-Sucre es profesora titular e investigadora, coordinadora del Laboratorio de Fisiología Molecular de la Cátedra de Fisiología del Instituto de Medicina Experimental (IME), perteneciente a la Escuela de Medicina Luis Razetti de la Facultad de Medicina de la Universidad Central de Venezuela (UCV), e investigadora visitante en la Universidad de Würzburg, Alemania (en alemán, Julius-Maximilians–Universität Würzburg). Es Miembro Correspondiente de la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales (ACFIMAN). Ex-presidenta de la Junta Directiva y Ex-coordinadora del Consejo Consultivo de la Asociación Cultural Humboldt. Miembro fundador y vicepresidenta de la Junta Directiva de la Fundación Universitaria Fundadiagnóstica y está incluida en: The World Who´s Who of Women, 1996, 1999; International Directory of Distinguished Leadership, 1997; Woman of the Year 1997, 2000, 2008; Outstanding People of the 20th Century, 1998; International Who’s Who of Professional and Business Women, 2001, 2003; Top 100 Educators, 2008, Who’s Who in Science and Engineering, 2011.